domingo, 30 de agosto de 2009

"...A VECES JUAN"

A continuación presentamos un fragmento literario de la obra de José Quino, titulado “…A veces Juan”

…A veces Juan, sumido en un profundo sueño, abría al lado de los soleados cántaros del agua —en los reinos fantásticos de la cocina, poblados de misterios larvarios que iluminaban sus ojos paralizados por la metafísica, en un niño embelesado por la infinitud de la vida— un hueco en el mismo éter. Su atmósfera se enrarecía con los efectos ópticos del calor en el vaporoso espacio. Flotaba. Rosa se angustiaba al verle “muerto”; parecíale que la muerte fuera en su hijo un estado pasajero, del cual resucitaría un día como un dios grotesco, trayendo en su boca los mensajes de la eternidad. O el castigo de Samael por haber sido tan cojudos y haberse dejado engañar por Yahvé del modo más desgraciado. Pues, respirar diariamente los olores a estiércol y algarrobas podridas por la mañana; escuchar el viento nocturno murmurar entre las ramas y carrizos de la aldea sublimidades fantásticas, al cobijarse con la fragancia a humo y cebollas que despedía al acostarse entre machetes, cabritos y niños enfermos, le habían infundido con los años, ese presentimiento…

Provenía de una familia de pescadores de Parachique, un pequeño puerto del bajo Piura. Nunca en Parachique había nacido criatura como ella. Era la hermana mayor de cinco pequeños y locos chiquillos que tenían su casa en todo sitio. Por la mañana, su padre salía a faenar con sus demás tíos y algunos de sus primos y hermanos. La muchacha de apenas doce años, con una felicidad que no le cabía en el pecho —delatada por un andar entorpecido por aquellos divinos y jugosos cosquilleos en la entrepierna y todo lo demás, y por una cantidad de desafinamientos en su hablar, provocado por el ahogo que sus senos arrojaban descaradamente y cagándose encima de cualquier presunción de castidad, sobre su pobre y descontrolada garganta, haciendo enojar a su padre y encender a uno de sus primos—, sacaba de las ollas de barro ennegrecidas en las eternas brazas de la cocina a ras del suelo que tenían en el corral, unos camotes fritos con unos jureles encebollados, para servirlos a su amadísimo padre y a sus compañeros de trabajo. Dante Periche, el padre de esa cosa tan preciosa llamada Rosita, era alguien muy querido en el puerto. Un día en que el mar estaba tan embravecido que ni siquiera al loco del desierto se le hubiera antojado celebrar como una vedette rubia y borracha hasta sus manos, el muy significativo y pendejo milagro de andar sobre las aguas, como si se tratara de andar por encima de nuestras cojudas conciencias; sus tres compañeros de faena se habían precipitado a las aguas sin posibilidad ninguna de salir no inflados a reventar. Nadie sabe cómo; y aunque él contara que se hundió en las aguas hasta que se encontró con un pez horrible y enrome que le había dicho que “él era el hombre más feliz sobre la tierra”, devolviéndole a sus compañeros, ayudándole a llevarlos hasta la playa; todo el mundo sólo podía creer, y ¡ay del que dijera lo contrario!, que Dante Periche, ayudado por Dios, había conseguido mediante una fuerza sansónica, coger a sus tres compañeros en brazos y ponerlos a salvo. Desde ese momento se convirtió en una especie de juez viviente dentro de su pueblo. Era consultado constantemente para todas las actividades, principalmente para las fiestas patronales.

Después de marcharse su “sagrado” padre con los demás a pescar. Rosita se quedaba en la casa ayudando a su madre en todo lo que hiciera falta. Corría por la playa hasta al pozo más cercano para coger agua en dos latas de aceite friol, cargándolas luego con un yugo sobre sus hombros para llevarlas hasta su casa. Barría el suelo de tierra del pequeño salón, luego esparcía agua para que el polvo no se levantara; se sentaba un momento sobre alguna silla tejida media destejida ya, dirigía una sensitiva mirada al techo, a las fotos familiares y al pequeño altar del Señor cautivo de Ayabaca, colocado cuidadosamente una de las pareces celestes de palma y barro: Visitaba el país de la dicha en sus primeros deseos de mujer, bajo el divino rostro de una casita llena de flores y adornada para las fiestas de San Pedro. Se levantaba mediante un suspiro a modo de resorte vivificante, y se dirigía rápidamente a la cocina con su madre para pelar las cebollas, o a lavar algunos platos, o jarros despostillados. Delante de la mesa cubierta de jugo de limones mezclado con cáscaras de papas y algunos restos de yucas, restregadas por algún que otro diablo, se ponía a escoger el arroz o a desgranar choclos, mientras unas manos pequeñas se aferraban a sus caderas, y un aliento caliente inundaba su parte de atrás, haciéndole padecer de un amor y ardor más allá de toda condena. Maicol, que era así como habían llamado al último de sus hermanos, que es la pronunciación del nombre Michael, no podía vivir sin el regazo de su hermana. La amaba más que a su propia madre. Podía acercársele cualquier cosa del mundo. Imaginad que por un instante, todas las ninfas griegas, las elfas y las gigantas nórdicas, se aprestaran con su imponderable y luminosa belleza, a poseer, todas a la vez, al niño, hasta que delirara en sueños, en calientes sueños vivos y completamente reales; de modo tal que esos sueños fueran habitables como la casita del cerdito mayor, hasta que una dulce y solaz muerte cerrara sus ojos con el bello hálito de un momento infinitamente magnífico. Pues he aquí que este pequeño ángel de simpleza, rechazaría todo ello, por recostarse sobre las piernas de su hermana. Simplemente, y esto es lo más desquiciante, le felicidad puede encontrarse hasta en la mugre de un vestido lleno de piernas. Durante el ir y venir para traer agua, miraba continuamente cómo sus pies eran mojados por las olas del mar. Se detenía, se extasiaba, y continuaba. Los pequeños botes: Una interminable y sorprendente hilera, donde uno podía darse un paseo “bucanero”, (con espada, parche en ojo, pata de palo y loro sabedor del mapa del tesoro), a lo largo de toda la costa, simplemente saltando de barco en barco, y que abarcaban el pueblo entero que apenas se adentraba unas tres calles más allá de la playa, le servían de refugio a sus más tórridos pensamientos. Los metía uno por uno —como los viejos “legajos” en las manos de una loca, transformados en manzanas podridas, trozos de plástico y retazos sucios, eran introducidos entre delirios fabulosos al son de sus temblorosos dedos, dentro de una cartera cósmica hecha de cartones de una caja de Paramonga—, en cada uno de los pequeños barquitos que reposaban como viejos duendes felices, esperando la noche para rodearse de las sabidurías locales. Otra vez, ya más tranquila, hundía sus bellos ojos en el profundo océano, y se imaginaba la pobre, que volvía su padre con los demás; y que por fin, por fin ¡sí!, su primo Reinaldo Tume, llegaba convertido en un héroe violento para robarla y preñarla en otro país. Corría hasta su casa, y a mitad de camino se daba cuenta que volvía sin el agua. Retornaba otra vez, con la potente y frágil intención de no caer nuevamente presa de sus delirios. A veces era en vano, a veces no.

Se acercaban las fiestas de semana santa y todo Parachique era un hervidero de entusiasmo y renovada fe. No había fiestas más grandiosas para estos pueblos, junto a la fiesta de San Pedro y San Pablo que la fiesta de semana santa. Era una demostración de felicidad; una algarabía tierna redonda y bien preñada de ignorancia y robustez; bien sazonada con engaño sacerdotal y robo edil; pero al final de cuentas, felicidad, ¡felicidad! Simple, burda, vulgar, grosera, y sobre todo, ¡cojuda felicidad!; que es lo que más importa. Suele ocurrir que en cualquier ser humano medio maduro, medio huevón, aparece esta gran sabiduría: “Si jamás te han engañado, es que no eres humano, ¡maricón!”. Por lo tanto, hacerse el re-cojudo en la vida es la mejor sabiduría que hay. Te permite, incluso, querer hasta a los más engañados maricones del mundo; tipo Kant, por ejemplo, una loca muy trascendental; o Nietzsche, una loca intempestiva; o Platón, una loca “perfecta” que la cagó históricamente. Porque eran locas ¿verdad? Sino, ¿cómo puede explicarse el hecho, desnaturalizado hecho, de sus desaforadas y muy rudimentarias feroces pretensiones?... Pero hoy están jodidos los curas; su dios se hace cada vez más antiguo, cada vez más como era: ¡Y era una mierda de dios!... Y si no tienes necesidad de hacerte un reverendo cojudo, como estas cojudas y mil locas más, mejor. Eso quiere decir que nunca te has dado cuenta que te han engañado y que morirás ignorándolo, que es lo mejor, de lo mejor, de lo mejor de la vida, ¡sí señor! Y “qué importa ese judío de mierda clavado en la cruz con su “INRI” cagón clavado encima, si es judío, no tallán ¡carajo! ¡A chupar hasta que nos meen los chivos!”…

La “Mala rabia” era el plato típico que se acostumbraba en estas fechas. Se cocían plátanos para freír muy maduros; luego se machacaban, o mejor dicho, se machucaban, hasta obtener una especie de pasta amarilla y muy dulce. Aparte, se hacia el aliño: cebollas, ajo molido, aji panca molido, tomate, todo medio frito en aceite. A este aliño se le agregaba la pasta de plátano, y se acababa mezclándola con un poco de queso fresco. Se servía con arroz, frejoles y sus ricas cachemas encebolladas. Era comido los siete viernes anteriores al día central de la fiesta.

Por la ventana, un bullicio de jovencitas ilusionadas mezclado con las pertinentes ráfagas de una malicia zoológica, suspendido, dirigíase por el saloncito sombrío del Cautivo de Ayabaca; de pronto asomaba por el pasillo donde el sol lo encendía mágicamente, y terminaba ahumado por un humo humano, entrando por los oídos de la madre de Rosita, inundándola hasta hacerle perder la visión de los plátanos metidos en el mortero y embadurnados entre sus dedos canelas, reemplazando la concentración, por la distracción más placentera: una mezcla única de recuerdos mamíferos y comprensión de mantis…